LA MONEDA, capítulo 15.

–¿Qué tal después de… la…?

Berat estaba sentado en su silla. Se había girado para verme, pero no se encontró con la imagen que esperaba. Debía estar desastroso.

–¿Ha pasado algo, Andrei?

Me costó responder, y cuando lo hice fue con algo inaudito: –No he podido ducharme.

–¿Qué no has podido?

Estaba abrazado a su traje, hecho un ovillo sobre mi pecho. Se levantó para quitármelo de las manos y lo colgó.

–¡Estás empapado! Así no puedes salir fuera. Te vas a pillar algo.

A penas lo estaba escuchando. No entendía qué me estaba pasando. Me había duchado una y mil veces a lo largo de toda mi vida. ¿Por qué no había podido?

–Las duchas… Eso debe ser. Las duchas –dije asintiendo ya en el sofá de mi casa donde seguía empapado en sudor frío. Menos mal que vivía muy cerca del trabajo de Berat.

Me levanté con decisión y volví a desvestirme en el cuarto de baño, pero mis brazos se detuvieron en seco. Era como tratar de doblar una biga de hierro. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero lo máximo de provecho que saqué de la situación fue sentarme en la taza del váter agarrándome con fuerza el flequillo. No estaba entendiendo lo que me estaba pasando.

–¿Cuánto tiempo te vas a pegar ahí? –dijo Ben goleando con el meñique la puerta. Luego la empujó despacio para asomarse poco a poco.

–¡Qué mala pinta tienes!

Tenía la mandíbula encajada. No podía contestarle. Me dolían todos los músculos como si hubiera hecho una maratón durante días por el esfuerzo estúpido de intentar quitarme la ropa interior.

Ben se sentó en el suelo delante de mí: –¿Qué ocurre, Andrei?

–¡Miedo al agua! –dije levantándome. Las piernas no me obedecían del todo, pero llegué al lavabo. No estaba más que a dos pasos.

Abrí el grifo. Dejé que el agua corriera delante de mí. Nunca le había prestado la atención suficiente al pequeño milagro que eso representaba… y metí las manos. Las dos. Cogí agua con las dos, como si fueran un cazo. Llené de agua el suelo en el intento de convencerme a mí mismo que el problema era el miedo al agua, o la alergia ¡algo! ¡cualquier cosa! Pero terminé dejándome vencer en el suelo.

–No es miedo al agua…

Ben seguía sentado en el sitio en el que lo había dejado. Tonteaba con la esquina de la toalla.

–Tú lees mucho de psicología.

–Sí… pero no soy psicólogo.

–¿Qué me pasa? –pregunté con anhelo.

–Todos los días te duchas. Todas las mañanas.

Me giré despacio hacia la ducha. Eso era verdad, pero no tenía recuerdo de eso. De hecho fui brutalmente consciente en ese momento.

–Al menos las veces que mi turno me permite estar aquí de mañana –continuó Ben-. Vas como zombi, pero siempre suena un rato la alcachofa de la ducha y sales al menos con la camiseta y el calzón. Todas las mañanas.

¡Estaba harto! No tenía ese recuerdo. Un recuerdo tan absurdo, estúpido, diario, trivial… No recordaba todas las veces que me anudaba los zapatos, ni que había cogido el ultrarrápido, ni que había comido manzanas ¡pero recordaba alguna! En mi memoria estaba guardado en el cajón de los calcetines, todos parecidos pero diferentes. ¿Por qué no aparecía la pareja que correspondía con lavarme?

–Igual es porque no sé nadar…

Ben se levantó como cansado: –Sigue pensando.

Entonces agarró el pomo de la puerta del baño esquivando el charco que había formado.

–Estás muy cerca.

–¿Cerca de qué? –pregunté con voz ahogada. La garganta me dolía un montón.

–Tengo que irme a trabajar. No puedo llegar muy tarde.

Estaba demasiado débil como para impedírselo. Intenté disuadirlo… de veras que lo intenté…

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